Gracias a los libros, nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y el tiempo, de manera que podemos vivir al mismo tiempo en nuestra propia habitación y en las calles de Nueva York, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado, pero que vivieron hace cincuenta años o veinticinco siglos. La literatura es una ventana y también un espejo. Quiero decir: es necesaria. Algunos puritanos la consideran un lujo. En todo caso es un lujo de primera necesidad. Pero que sea necesaria no quiere decir que sea un tesoro puesto al alcance de la mano. Todos sabemos que las cosas que más instintivamente llevamos a cabo han requerido un aprendizaje muy lento y muy difícil. De hecho, los mayores logros del arte, de la música, de la literatura, incluso del deporte, tienen en común una apariencia de facilidad. Pero a ese atleta que en menos de diez segundos corre cien metros ese instante único le ha costado años de entrenamiento. Aprender a escribir libros es una tarea muy dura, un placer extremadamente laborioso que no se le regala a nadie. Lo que se llama la inspiración, la fluidez en al escritura, sólo llega, cuando llega, después de mucho tiempo de disciplina diaria. Aprender a leer los libros y a gozarlos también es una tarea que requiere un esfuerzo largo y gradual. Como decía el maestro Lezama Lima, sólo lo difícil es estimulante. La mayor parte de las cosas que ahora nos parecen naturales –el derecho a voto, la libertad de expresión, la jornada de ocho horas- fueron durante mucho tiempo imposibles. Parece imposible que el número de lectores crezca en España y que la gente ame la literatura, pero vale la pena la temeridad de intentarlo. Porque la literatura no está en esos grandilocuentes actos oficiales, en las conversaciones chismosas de los escritores, en las entrevistas de la televisión. Donde está y donde importa la literatura es en esa habitación cerrada donde un hombre escribe a solas a altas horas de la noche, en el dormitorio de un niño que se desvela leyendo a Emilio Salgari, en el aula de un Instituto donde un profesor, sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje, le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros.